Seinfeld.
Ya me cansé de este deporte posmoderno en el que nos ponemos de pie para aplaudirles a los estúpidos. Que los condecoramos con palmas y laureles, mientras les echamos porras desde las gradas. Y por estúpidos, no me refiero a los carentes de recursos intelectuales, pero sí a los lisiados emocionales. A los insensibles, los inhumanos, los ególatras, los soberbios que llevan a sus demonios de cacería cómo si fueran galgos rabiosos. Sólo para que sí después fracasan en capturar a su presa, los sueltan sin criterio a perseguir a quien se deje; para calmarles la ansiedad, saciarles la sed por sangre.
Ya me harté de justificarlos, mientras me hago a un lado para curarme las mordidas que me soltaron. Porque todavía, después de infligir el daño, insisten en echar a andar a la loca de la casa y hacernos creer que los dañados somos nosotros. Total y absolutamente convencidos de que ellos jamás causarían ese dolor que sentimos,; algo así cómo los Bejaranos del Amor. Ellos nunca harían algo así, aunque haya evidencias contundentes que demuestren lo contrario. Avientan esas disculpas a medio cuajar en las que se excusan porque tú sacaste las cosas de contexto. Piden perdón sin sentirlo, ante tu supuesta incapacidad por tomar las cosas como se deben. Ahora resulta.
Estoy exhausta de que duelan en lo más profundo de nuestro ser aquellos que lastiman con bandera de mosca muerta, aparentemente inadvertidos del remolino de sentimientos que causaron. Que insisten en invertir los roles, poniéndose un traje de victima que les queda muy grande para este baile.
A mi me contestaron que “estaba muy ocupado.” Tres días después de que a mi papá le dio un derrame cerebral. Estando yo en el hospital sin dormir. Mientras le contaba cómo había sucedido todo. Por whatsapp. Y no volvió a comunicarse. ¡Pum! *Drops mike. Beat that, bitches!
La verdad, y no lo neguemos, los justificamos porque tenemos un profundo miedo al rechazo. A que nos manden por las cocas por armarla de pedo. Le hemos asignado un significado casi peyorativo al drama y hacemos malabares por “no ser ese tipo de persona”, entonces nos mordemos la lengua, en aquinopasonada. Aceptamos comportamientos hirientes, porque no queremos extrañarlos. Fingimos ser súper New Age mientras escondemos el innegable sentimiento de presión en el pecho y los ojitos llorosos. (“No, no estoy llorando, se me metió tu maldita culerada al ojo”) Peor aun, porque recordamos el sentimiento de la soledad circunstancial y cunde el pánico. El cuerpo recuerda y se resiste a regresar a ese dolor.
Pero la verdad es que nos puede doler ahora o puede doler después. Con ellos, es cuestión de tiempo para que busquen otra excusa para apretar el botón rojo y metan todo en modo “destrucción total.” Los Wreck It Ralph de la vida real, que causan daño cínico, si les amarran las manos o los perdonas, sólo se echan para atrás para agarrar más fuerza. Si no sale a jugar, su auto sabotaje se queda con la quijada apretada y la adrenalina a tope, calentándose para no dejar escapar la próxima oportunidad. Afilando sus garras, jadeando, tronándose el cuello, subiéndose las mangas, esperando que la puerta se vuelva abrir y puedan darle rienda suelta a quienes realmente son.
Así que, escondan las ganas, amárrense las manos, cierren la boca, descarguen sus celulares, distraigan la mente, no retrocedan un paso, no perdonen y no permitan. El valiente está, hasta que el cobarde se deja, o cómo brillantemente me compartió una amiga: “A la verga pastores, se acabó la Navidad.”