Querido 2016, eres como ese primo malandro que siempre tenía a la tía consentida llorando a escondidas en el cuarto de tu mamá y te hacía preguntarte "¿y ahora que habrá hecho ese pendejo?" El novio incómodo de tu gran amiga que siempre le pedía dinero, para luego irse a tirar a la vecina más pinche del edificio. Ese socio bienvestido que celebraba a risa suelta contigo los logros y luego se largó con toda tu lista de clientes.
No sé ustedes, pero estoy terminando el año como protagonista de la peor historia de terror. Toda ensangrentada, hiperventilado, encerrada en el clóset, aguantándome la respiración, agarrando con manita sudada un rosario, ojitos alerta, esperando en lo más profundo de mi alma que el asesino no me encuentre y regrese para jalarme de los pies.
Teníamos depositada en ti toda nuestra confianza 2016 y nos viniste a romper el corazón. Maldito Judas, traicionero de mierda. Go home 2016, you’re drunk.
Empecé diciendo de chiste, pero después se volvió la descripción más adecuada de lo que representó el año: vivimos en el Upside Down. Si no vieron Stranger Things, de entrada ¿Por qué no vieron Stranger Things?¿Dónde carajos estaban? ¿Y qué diablos estaban haciendo? El Upside Down era una réplica exacta de éste mundo, pero en su versión más oscura. Pareciera que el 31 de diciembre del 2015 se abrió un portal y nos mando a todos directito y sin escalas a este mierdero de año que acabamos de sobrevivir. Nos teletransportamos a una mala película de ficheras y no entiendo nada.
No hace falta que enliste la serie de malaventuras que vivimos como raza humana. No es necesario que les recuerde la serie de eventos sociales, políticos y económicos que marcarán el año como crónicas de la escoria humana que somos en potencia, eso en lo que nos convertimos cuando nos lo proponemos. También a nivel personal, recibí golpe tras golpe, como piñata de posada Godín.
Porqué, y aquí está lo más curioso de todo, a pesar de que mi 2016 fue un festín de malas rachas, baches, dolores, contracturas, migrañas, lágrimas, traiciones y amarguras, he notado que no fui la única que lo vivió así. Por un momento pensé que solo Hillary y yo estábamos en este barco, pero estaba muy equivocada, fuimos muchas sus víctimas. El 2016 arrasó parejo y dio golpes muy bajos. Tanto, que ni Fidel Castro lo aguantó, y vaya que eso ya es mucho decir. Este año, genuinamente me dio en la madre. O bueno, nos dio en la madre a muchos.
Entonces, bajo estos contundentes resultados de mi investigación cualitativa basada en pláticas minuciosas con copa en mano y una bien ejercitada facepalm, ahora la pregunta pasa a otro nivel, el cuestionamiento se vuelve colectivo. ¿Qué carajos estamos haciendo mal? ¿Por qué tuvimos un año así? Y más importante aun, ¿Para qué nos están preparando?
Creo que ahí reside la genuina reflexión, ahí es donde debemos depositar el enfoque y desgraciadamente llegue a esta tardia conclusión en noviembre. La luz no debe caer en el ¿por qué?, si no en el ¿para qué? ¿Para qué llevarnos a todos a vivir este malviaje? ¿Para qué darnos a todos este majestuoso calzón chino?¿Para qué nos estás entrenando Señor Miyagi?
A pesar de la revolcada a flor de piel que viví, yo insisto en ser optimista. Porque en mi cabeza, el dolor jamás viene solo, siempre trae consigo una dosis de empoderamiento y sabiduría. El dolor, es genuinamente un gran maestro. Bajo esta premisa, nos vino a hacer fuertes y no necesariamente para aguantar más mierda, pero sí para tomar cartas en el asunto y corregir el curso del viaje emprendido. Bajo la divina enseñanza de Karate Kid, la preparación, por muy innecesaria que pareciera, tenía como razón fortalecer al alumno, hacerlo digno contrincante y darle la oportunidad de defenderse. Así le quitaba el ropaje de víctima y le daba las herramientas para cambiar su propio destino.
Creo que por aquí es hacia donde debemos dirigir nuestras cabezas ahora que cerremos el año, en los resultados de haber caminado por tan estrepitoso pantano. Hace poco mientras decidía si llorar o reír al narrar mis aventuras del 2016, me preguntaron que cómo me había cambiado vivir lo que viví. Y sin pensarlo, por instinto respondí: total y absoluta valentía. La única manera de sobrellevar lo que viene es la certeza de que ya no le tengo miedo. Esa es el arma más filosa que ofrece el vivir con dolor. Una vez que lo sobrevives, ya sabes que puedes aguantar volver a caminar por el fuego, saliendo ileso y sin sorpresas. Ya se te curtió la piel y lo sabes. Y con esa valentía, exploras las demás cualidades y las enalteces. Saboreas tu carácter, tu resiliencia y te permites ahondar en el humor, porque el dolor se vuelve ese ex novio que pierde el encanto, ya no sabe ni hacerte cosquillas.
Así que, por muy raspados y adoloridos que estemos al ponernos nuestros calzones rojos este 31 de diciembre, por muy bajoneados que estemos al empacarnos las doce uvas en Año Nuevo, recordemos que todo esto no pudo ser en vano. No hace sentido, ya solo por simple estructura narrativa. Debe de haber un propósito mayor. Sacudámonos la tierra y sintámonos fortalecidos al poder levantarnos, una vez más. Porque aunque no “venga lo mejor” (cómo a todos les encanta pregonar en estas fechas) al menos estaremos más listos para enfrentar la siguiente bola que nos tiren, tendremos puntos de referencia para hacer estrategias y alianzas, sabremos con certeza como nos funciona mejor agarrar el bat, consideraremos factores como la velocidad del viento. Todo esto, tomando en cuenta que no sabíamos ni cómo carajos jugar a principios del año y hoy ya estamos en las grandes ligas.