Cómo ser mujer millennial y no morir en el intento. Desde aquí, dónde todo se ve tan lejos.

Todo está iluminado.

Foto: Cortesía de Santiago Arau. @Santiago_Arau

Foto: Cortesía de Santiago Arau. @Santiago_Arau

Nos sacudieron la tierra bajo nuestros pies ya cansados. Se cuartearon las bases de nuestra ya endeble tranquilidad. Nos hicieron cuestionar instituciones ya dudosas. Se rompieron estructuras de toda índole, por fuera y por dentro, volteáramos a donde volteáramos. Estuvimos expuestos y absolutamente vulnerables. No había manera de huirle, pegó parejo. Estábamos sintiendo todo y tanto al mismo tiempo. 

Pero de pronto, algo maravilloso se asomó y comenzó a salir por entre las grietas. Primero despacio, sigiloso, con pena, asustado aun por la catástrofe; sin embargo minutos más tarde, estiró su esencia y se liberó con una estrepitosa majestuosidad. Se soltó con prisa y sin pudor por las calles de la ciudad, se metió a viva presión entre los escombros y comenzó a latirnos escandalosamente en el pecho. Reluciente. Nos habían desatado el espíritu, un espíritu incandescente, ardiente.

Los que estuvimos en las zonas afectadas, fuimos testigos de esa mágica desenvoltura y vimos a esa poderosa criatura que nos poseyó a todos, directo a los ojos. Más valioso aun, la reconocíamos en los demás. Simplemente asentíamos entre nosotros, en una especie de saludo secreto. Un yo sé que tu sabes que yo sé que la tienes. La identificabamos en las miradas enfocadas, en la ternura de las sonrisas contenidas, en los abrazos pesados. Los síntomas del contagio eran claros y estridentes. “Todo está iluminado” me decía mientras veía a la gente infectada por una fuerza solemne.

Camine tarde y sola varias veces, sintiéndome segura, arropada por la solidaridad de una comunidad que se levantó a hacerle cara al desdén. Una colonia que con una entereza envidiable salió a ofrecer, a dar, a compartir, a trabajar, a confortar, a resolver. Le pusieron cara y cuerpo a nuestro México Lindo y Querido. Brillamos todos con una luz constante e incansable. “Todo ésta iluminado”, me seguía dictando la cabeza.  

Fue así cómo la tragedia nos hizo palpar un bello dolor. Las calles se llenaron de gente a pie, de granaderos, de rescatistas, de voluntarios, de mensajes, de cordones, de pedazos de edificio, y se comenzaron a pintar con una dulce dicotomía de duelo y fraternidad. La ciudad vibraba a un ritmo lúgubre pero esperanzador, olía a sudor y comida caliente, sabía al polvo del caos mezclado con una suave brisa de devoción. “Todo ésta iluminado” me repetía mientras recorría la Condesa.

Esa fue la belleza. La penumbra y el amanecer. Una unión que se atrevió a reconstruír desde una dualidad pura, sin mucha noción de cómo lidiar con ella internamente. La ayuda cobró sentido, mientras los involucrados ibamos sintiendo ambos espectros de la gama emocional, con una peculiar intensidad, que ardía en el alma. Nos desconcertaba, pero jamás nos detuvo. Nos removía los escombros propios sin delicadeza, pero nos mantenía de pie. Nos daba razones para quebrarnos, mientras nos mostraba nuestra propia resiliencia. Y aun en los momentos más oscuros de ésta incertidumbre colectiva, de ésta inestabilidad general, todo, absolutamente todo, estaba iluminado.  

¿Por qué nos estamos bajando del barco?